viernes, 13 de noviembre de 2009

La muerte de los linyeras

LA MUERTE DE LOS LINYERAS: “Lo más atroz de las cosas malas que hace la gente mala, es el silencio de la gente buena”. GHANDI


Por VIDAURRE, Miguel Angel: obtuvo el Primer Premio Nacional en Narrativa Breve en el Concurso organizado por A.L.E.A ( Amigos de las Letras y de las Artes). La comunicaciòn lo recibiò de la Presidenta de la Instituciòn Alicia Balda junto con la invitaciòn para el dìa 21 de Noviembre, al Acto de la Entrega de los Premios, coincidiendo con el Acto de Cierre de Actividades. A.L.E.A. es una Instituciòn que fuè fundada el 13 de junio de 1966 y cuenta con la Personerìa Municipal Nº 276/87 y Personerìa Jurìdica provincial en Tràmite.
   El cuento ganador de Vidaurre, se titula "La Muerte de los Linyeras", basado en un hecho desgraciado que sucediò en nuestra localidad que terminò con el asersinato de dos mendigos, esta basado en hecho reales mezclado con ficciòn que le da un contexto original. El concursose tratò de la Primera Convocatoria Nacional de Poesìa y Narrativa Breve "Maestro Raùl Oscar Lòpez" organizado por A.L.E.A y en la bases en Narrativa fueron:"Se podràn enviar dos obras de 320 lìneas como màximo cada una por triplicado. Tema Libre. Firmado con seudònimo y adjuntando datos personales del autor en un sobre aparte". La fecha de cierre fuè el 10 de Agosto. El primer Premio consiste en Diploma y Medalla Dorada y su difusiòn a Nivel Internacional. El jurado estuvo compuesto por escritores y profesionales de medios gràficos y Cultural Independiente.



Los adolescentes llegaron al único boliche bailable del pueblo cerca de la una de la madrugada de ese sábado que nadie olvidaría. Como siempre haciendo un ruido infernal con sus motos y autos con el escape libre, bajaron y los chicos que esperaban afuera se hicieron a un lado para dejarlos pasar.

-Que hacé vieja -saludaban a todos como si fueran estrellas de cine.

Los cinco se sentaron en los bancos altos de la tarima del lugar y el mozo rápidamente les sirvió “lo mismo de siempre”. El ambiente era pesado con olor a humo, alcohol y algunas sustancias de olor penetrante conversaban a los gritos debido al elevado volumen de la música en el local. Mientras tomaban sus bebidas displicentemente, revoleaban los ojos lascivos y codiciosos hacia las chicas que bailaban. El pueblo los conocía como los “niños bien” y nadie se metía con ellos sus padres eran los dueños de toda la localidad, y como los antiguos emperadores romanos, también eran dueños de la vida y de la muerte de sus habitantes. Los pocos que alguna vez habían osado enfrentarse a ellos habían sido detenidos y golpeados como una forma de escarmiento, o directamente expulsados del pueblo. El dueño del boliche no decía nada y dejaba pasar las tropelías de los noveles, porque las pocas veces que se había quejado le habían clausurado el negocio a través de la Municipalidad, y las boletas de agua y luz le llegaban cinco veces más caras de lo acostumbrado y tenía que pagarlas como fuera, porque sino le cortaban el servicio. Por estas protecciones paternas los adolescentes hacían lo que querían sin ningún control. Ese día, en horas de la madrugada, cuando se encontraban totalmente alcoholizados, comenzaron a tocarles el trasero a las chicas, insultar en su masculinidad a los varones, tirarse cerveza, fumar cigarrillos no convencionales y, como estaban aburridos, salieron los cinco del boliche empapados en alcohol y drogas, malhumorados porque en ese pueblo “nunca pasaba nada”. A uno de ellos le vino a la mente embutida de alcohol la misma idea de siempre, y comenzó a gritarla como un alarido de guerra:

-Vamos a los viejitos, vamos a los viejitos.

-Vamos a los viejitos -repitieron todos, como unos autómatas.

Los cinco subieron a un solo auto y se dirigieron raudamente en medio de gritos hacia las afueras de la ciudad.
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Los linyeras se encontraban acurrucados debido al intenso frío que hacía dentro de la garita abandonada. Era pequeña y de dimensiones muy reducidas, sin puertas ni ventanas, con un agujero en forma triangular que hacía de una especie de ventiluz en el medio de la pared más larga. Se encontraban rodeados de infinidad de botellas verdes de alcohol puro de farmacia; tiritaban de frío y trataban de abrigarse los dos con una sola campera y una pequeña manta. No hablaban, trataban de que pasara el tiempo en forma acelerada y que el sol volviera a calentarlos. La garita se encontraba atrás de la Cooperativa Agropecuaria que llevaba el mismo nombre del pueblo, y hacía mucho tiempo que los linyeras la ocupaban como su “casa”, donde dormían después de deambular todo el día por el pueblo pidiendo algo para comer. Eran conocidos y queridos por muchas familias, quienes les daban alimentos diariamente. Temprano desayunaban en la Municipalidad, conversando con los empleados de cosas triviales.
Luego recorrían diversas casas juntando lo necesario para su manutención diaria. El pueblo los había “adoptado” como parte de ellos; los querían porque no eran agresivos, y para muchos formaban parte del paisaje.
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El automovilista volvía a la madrugada de la localidad de Tres Pipetas y se sorprendió cuando se encontró de pronto con “algo” que corría en medio de la ruta. Frenó casi instintivamente y viró a la izquierda para no golpear a “eso” que parecía más un espectro que un ser humano. Lo esquivó y frenó cincuenta metros delante. Por el espejo retrovisor vio que se iba acercando la figura casi fantasmagórica y a pesar del terror que tenía decidió bajarse.

- ¿Necesita ayuda? -preguntó con voz temblorosa y tratando de vencer su miedo. La figura no contestó, se le fue acercando completamente desnuda, tiritando de frío y al borde del desfallecimiento. Al automovilista se le figuró que si hablaba, se caía

-Suba, lo llevó al pueblo –se apiadó.

El hombre cadavérico y desnudo subió al auto y comenzó a llorar.

-Que le pasó, lo asaltaron –Preguntó el automovilista sabiendo que el asunto no tenía trazas de un asalto. Después de un largo silencio, el peatón comenzó a emitir sonidos guturales, luego fue hilvanando palabras y sin dejar de temblar comenzó a explicarle a su salvador:

-Soy uno de los linyeras del pueblo a donde vamos, y los fines de semana nos buscan unos chicos, que son los hijos de los dueños del lugar para burlarse y divertirse a costa de nosotros. Nos hacen todo tipo de herejías y torturas solamente porque somos viejos y mendigos y no podemos defendernos. Hoy nos trajeron a este pueblo de “Tres Pipetas” a cincuenta kilómetros, nos emborracharon, nos tiraron a una represa de agua helada, nos obligaron a chupárselas, nos violaron y después nos largaron desnudos en la ruta para volver al pueblo caminando -le dijo el hombre tiritando y sin respirar.
-Tienes que hacer la denuncia -lo asesoró el conductor.

-Varias veces lo hicimos, pero es peor y no sirve de nada; después vuelven y nos pegan con más odio. Tienen compradas a las autoridades y al juzgado, son los dueños del pueblo, se nota que usted no es de acá- contestó resignado el linyera.
-Pero igual alguien tiene que hacer algo, no puede ser que los traten como animales
–insistió el chofer.
-La gente tiene miedo, nadie se mete y menos para defender a gente pobre como nosotros; lo peor es que a muchos les parece divertido lo que nos hacen y mejor si desparecemos, así no le damos mal aspecto al pueblo -contestó con un hilo de voz.
-¿Y la policía?
-Nada, los primeros tiempos cuando hacíamos la denuncia, nos maltrataban más ellos que los muchachos; muchas veces pensamos que recién vamos a descansar cuando nos maten -relato en forma de presagio.
-¿Dónde te dejo? –le preguntó el automovilista.
- En una garita donde nos juntamos con un amigo, ahora te indico, gracias, son pocas las personas que nos ayudan –le dijo resignado.
- Toma un abrigo y una manta, te los regalo, hace mucho frío hoy -lo despidió.
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Llegaron a la garita a los gritos y acelerando el motor del auto. Bajaron y entraron donde estaban los dos ancianos tiritando de frío y terror. Vecinos del barrio se levantaron y observaban desde sus ventanas el rito macabro que realizaban los adolescentes los fines de semana.
- ¿Qué pasa, viejo? –le dijo la mujer a su marido que se encontraba mirando por la ventana a la calle.
–Nada vieja, otra vez los “pitucos” vienen a romperles las pelotas a los viejitos
-contestó. Y siguieron durmiendo.
–No me digan que tienen frío, viejos putos -gritó el hijo del funcionario y todos comenzaron a golpearlos. Los pobres infelices no sabían como cubrirse de la lluvia de patadas que recibían por todo el cuerpo, trataban de juntarse para que el castigo fuera menor, lo soportaban como un Jesús humillado, golpeado e insultado, recibiendo esa diversión macabra sin ningún quejido, como resignándose a su destino y dejando en las manos de estos precoces delincuentes su vida y su muerte. En determinado momento uno de los chacales prendió un encendedor, agarró de los pelos a uno de los linyeras y lo hizo arrodillarse; el anciano escuchó la orden que más temía.
–Chupámela y sin morderme, a la primera mordida te rompo la cabeza con este Ladrillo -amenazó mientras sostenía en una mano el encendedor y en la otra el elemento contundente.
Mientras tanto al otro le sacaron la poca ropa que tenía y desnudo lo hacían bailar. Era una morisqueta que se movía como una sombra china, mientras le prendían y apagaban los encendedores, bañándolo a escupitajos con olor a drogas y alcohol. Tenían los rostros totalmente desencajados de la realidad, como si físicamente estuvieran en un lugar y mentalmente en otro.
-¡Aaaay, hijo de mil puta! Se escuchó el grito de dolor en el silencio de la noche. Los cuatro adolescentes giraron la cabeza para tratar de descifrar qué había pasado y lo único que alcanzaron a divisar fue un brazo izquierdo dibujando una semicircunferencia de plata hasta impactar en el cráneo del infeliz. El golpe fue seco y contundente, como un golpe metálico hecho con la boca. Nadie sabe qué pasó si fue por el frío que le hizo tiritar los dientes o por que el linyera en un momento de lucidez quiso por lo menos morir con una cierta dignidad después de tanta majadería que venía sufriendo y entonces decidió morderle el sexo a su torturador. El impacto sonó como cuando se rompe algo hueco. El cuerpo comenzó a caer en cámara lenta, desarticulado, como una masa informe, como si a una marioneta arrodillada le cortaran los hilos. A pesar del brutal instante de ese atroz acontecimiento, en vez de hacerlos recapacitar, a los “niños bien” los enfureció más y como unos animales heridos en su dignidad y orgullo con sus conciencias totalmente de vacaciones, comenzaron a golpearlos con más saña y sin ninguna piedad. Los maltrataron hasta agotarse, dejando los dos cuerpos como unas piltrafas tiradas, y bañados en sangre. Salieron de la casilla, sudorosos y ensangrentados, subieron al vehículo en que habían llegado y huyeron apresuradamente.
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Cerca de las diez, las aves carroñeras comenzaron a planear en el cielo de la garita. Un vecino que se había levantado temprano alertó a la policía en forma anónima avisando que algo había pasado en el lugar donde “viven” los viejitos. Cuando llegaron, tuvieron que espantar a tiros los cuervos, algunos más atrevidos estaban adentro y se negaban a desperdiciar semejante banquete. Después de la desigual disputa entre los cuervos y policías, los primeros se apartaron sólo unos cuantos metros atentos a cualquier descuido de los uniformados. Entraron primero a la casilla dos agentes muy jóvenes con pocos meses en la fuerza y de golpe se encontraron con el espanto. Salieron vomitando y horrorizados. Entonces se acercó un oficial más curtido en estos menesteres y se metió a la casilla seguido de otros agentes. Los cuerpos estaban juntos sobre un charco de sangre, uno abrazándolo al otro como para irse juntos al más allá ó al más acá. Los cuerpos eran una sola masa sanguinolenta, las paredes estaban rojas como si alguien hubiera agarrado un chisguete de sangre y las hubiera pintado parado en una hamaca.
Uno de los policías, con la punta de la escopeta de doble caño movió un cuerpo y gritó desesperado.
-¡Uno esta vivo, uno esta vivo!
Rápidamente se puso en movimiento el mecanismo para salvarlo: llamaron a la Ambulancia, que llegó más rápido de lo habitual, y con suma pericia y entrenamiento estacionó frente a la garita del horror; prestamente bajaron dos enfermeros, sacaron una camilla y entraron a la casilla. Lo subieron al moribundo a la camilla con sumo cuidado, ya que tenían la sensación de que con cualquier movimiento brusco se les escapaba el cuerpo, que parecía de gelatina debido a la enorme cantidad de sangre y alcohol. Lo llevaron al hospital. Al otro cuerpo después de las diligencias judiciales lo trasladaron a la morgue en medio de muestras de horror de la multitud que se había aglomerado antes de la llegada de la policía. Para el mediodía de aquel domingo que quedó impreso en la memoria de todos, la comunidad ya sabía de la suerte que habían corrido sus mendigos más queridos.
-Era crónica de una muerte anunciada –dijo uno haciéndose el García Márquez. Y como pasa en muchos pueblos, recién cuando suceden este tipo de desgracias se libera una suerte de valentía. Todos tenían algo que decir.
–Les tiene que caer todo el peso de la ley -gritaban algunos.
-Son unos asesinos -vociferaban otros.
-Que se pudran en la cárcel -gritó una vieja.
Y varias arengas más que se fueron diluyendo a medida que desde la justicia comenzaron a pedir testigos que pudieran aportar algo a la causa; desaparecieron, nadie había visto ni escuchado nada, el terror como siempre volvió a instalarse cómodamente en el sillón de la sala de sus conciencias y no se movió más. Es decir, volvían a su estado natural donde la cobardía era más fuerte que la muerte de un ser humano, y nadie fue a declarar. Cumpliéndose a rajatabla otra vez una de las máximas del filósofo alemán Goethe: “Los cobardes atacan sólo cuando están a salvo”.
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-Vos sos un estúpido de mierda, cómo puta hiciste eso, pelotudo de mierda; mirá en qué quilombo me metiste otra vez –le gritaba el funcionario a su hijo mientras su madre sollozaba con las dos manos en la cara apoyando los codos en la mesa de algarrobo finamente torneada.
-Ahora cuánta mierda me va salir arreglarte este nuevo quilombo, no podés ser más imbécil –gritaba sin importarle el hijo sino el gasto.
-Bueno, Jacinto, el chico no sabía lo que hacía, aparte los habrán matado los otros, no nuestro hijo, tienes que usar todo tu poder político para que mi bebé no vaya preso porque sino me suicido -decía la madre para salvar al hijo sin importarle el crimen.
-Claro, vos lo defendés porque lo hiciste así de estúpido, siempre lo defendiste y lo consentiste en todo las pelotudeces que hace, porque vos no tenés que dar la cara; mañana voy a tener a toda la prensa jodiéndome por la cagada de este imbécil –gritó más fuerte el funcionario mientras caminaba nervioso como un tigre enjaulado de un lado a otro, y con el vaso llenó de su bebida favorita: Chivas Regal.
Minutos después de estar refunfuñando e insultando en voz baja, se dirigió al teléfono y marcó nerviosamente un número.
-Hola, Comisario, quisiera conversar con usted en forma urgente por una macanita que se mandó mi hijo, ¿puede ser esta tarde?. Está bien, ahí estaré. Muchas gracias.
Luego marcó otro número en forma corrida y de memoria, mientras la madre le acariciaba el pelo al hijo.
-Hola Señor Juez, ¿cómo le va? Quisiera conversar con usted en forma urgente. Sobre una macanita que se mandó de nuevo mi hijo -dijo mientras esperaba la respuesta y les hacía un guiño cómplice a su mujer e hijo.
-Gracias, lo veo enseguida -respondió.
Después de colgar el teléfono se tranquilizó, y como si se hubiera sacado un enorme peso de encima se dirigió a su mujer y a su hijo, les acarició la cabeza en forma muy relajada, y tratando de no mostrar nerviosismo les dijo:
-No se preocupen, está todo solucionado.

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La ambulancia llegó aullando al hospital del pueblo y bajaron al moribundo con sumo cuidado debido a su aspecto esquelético y ensangrentado. Los médicos al ver su estado calamitoso decidieron automáticamente que lo trasladaran al hospital de Presidencia Roque Portillo, donde atendían casos de mayor complejidad. En las primeras horas de la Tarde, después de recorrer más de cien kilómetros, ingresaba el cuerpo desarticulado pero vivo del linyera al hospital, acompañado por dos enfermeros y dos individuos de aspecto duro que nadie sabía quiénes eran y que estuvieron en todo momento al lado del destrozado cuerpo. A pesar de los esfuerzos de los médicos con tratamientos de electroshock cuando se les iba, no aguantó y al tercer infarto falleció.
Los oscuros personajes de golpe comenzaron a tomar protagonismo; fueron directamente al médico que lo había atendido y le acercaron una constancia de la muerte del infeliz para que la firmara. En ella decía:
NOMBRE Y APELLIDO: José Buenaventura
EDAD: 45 años
DOMICILIO: Calle Castelli 1239
LOCALIDAD: Juan José Castellán
CAUSA DE LA MUERTE: Muerte Natural – Ataque Cardíaco. El cuerpo no presenta golpes ni cortaduras.
El informe llevaba el sello del hospital y del médico, faltando sólo su firma. El galeno al ver este informe se negó a firmar y en forma muy molesta les dijo:
-Esto no hice yo, ¿quiénes son ustedes? -preguntó mirándolos con sospecha.
-Les pido que se retiren del lugar, sino llamo a la policía.
Los dos personajes se acercaron al médico y casi como en un susurro le dijeron al oído:
-Doctor hay mucho dinero para usted.
-Enfermera, llame a seguridad y a la policía -le grito el profesional a una de ellas. Ante esta dura postura del doctor, se retiraron, no sin antes decirle desde la puerta de la sala de operaciones:
–Sos un pelotudo -y se marcharon golpeando con furia la puerta.
-Llamen a la policía, que esto me huele a un asesinato -dijo el médico.
Luego de los papeles de rigor se trasladó de nuevo el cuerpo al hospital de origen para la autopsia y sepultura. Llegó en horas de la noche del domingo y se lo colocó en una improvisada sala de lavandería que oficiaba de “morgue”, junto al otro cadáver. El lunes apenas se abrió el Juzgado enchufaron la aceitada máquina de la impunidad, y algunas de las radios de Frecuencia Modulada en sus programas pagados por el poder político y económico del pueblo, comenzaron a colaborar con el poder, con comentarios xenófobos, racistas y con un desprecio total por la vida de un ser humano defendiendo a los adolescentes y expresando que los linyeras daban mala imagen.
-Los linyeras apestaban y daban mal aspecto a la ciudad -repetía un locutor con el único propósito de que el amo le acariciara la cabeza.
-Lo más seguro es que murieron de frío quieren culpar a nuestros adolescentes que vienen de familias bien constituidas. Se habrán peleado entre ellos y se mataron -aseguraba el comunicador mercenario. Pocos años después el funcionario le consiguió a este parásito del micrófono un trabajo con una excelente remuneración en el Juzgado del pueblo, gracias a los “servicios prestados”.
Ese mismo día se liberó una orden desde el Juzgado de destruir totalmente la garita en forma inmediata, a pesar de que era un banco de cientos de pruebas del feroz asesinato.
Llegaron con topadoras y en cuestión de horas destruyeron todo tipo de evidencia. Las máquinas fueron facilitadas por “distinguidas” instituciones para salvar a los amigos caídos en desgracia. La policía acordonó dos cuadras a la redonda, sin dejar pasar a nadie mientras destruían la garita ensangrentada. Algunos periodistas independientes quisieron imponer su placa para fotografiar la destrucción y chocaban con:
–Órdenes del Juez, no puede pasar nadie, por favor circulen, circulen.
En pocas horas la gente pensó que había soñado todo, no había nada, todo había desaparecido. Nadie tocaba el tema y si lo hacía eran en sus casas encerrados en voz baja como un secreto de voces caseras, y así fue como el pueblo otra vez bajó la cerviz y comenzó el camino de lo más atroz del ser humano: el Olvido y la Indiferencia.
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Al día siguiente en horas de la noche, el fotógrafo del pueblo recibe un llamado de la policía pidiéndole sus servicios en forma urgente. El profesional de las imágenes se dirige a su local comercial y un patrullero lo estaba esperando. Apenas abrió, dos uniformados raudamente bajaron del vehículo.
–Miguel, necesitamos un trabajo especial de fotos –le dicen con un cierto nerviosismo.
-Ni un problema, cargo el rollo a mi máquina y vamos –contestó el fotógrafo.
-No, Miguel, éste es un trabajo especial, queremos que vos saques las fotos pero con nuestros rollos y nosotros nos encargamos de revelarlos, hay buena plata por tu trabajo
-le dijo el policía más serio.
Subieron al patrullero y tomaron el camino del hospital. El fotógrafo estaba a pocos minutos de ver algo que se le grabó en su retina para siempre. El patrullero entró por la parte trasera del Hospital, estaba todo oscuro; bajaron los tres.
-Estás preparado -le dijo el policía al fotógrafo.
- Sí, sí –contestó con ansiedad.
Entraron a un cuarto grande donde funcionaba la lavandería del nosocomio, y en una mesa de piedra, como en un rito funerario, se encontraban dos cadáveres de algo parecido a seres humanos. Los cuerpos estaban desnudos con rastros de una reciente autopsia, eran piel y huesos, sucios, rodillas sangrantes, pies morados, costillas hundidas con fuertes signos de estar todas rotas, los pocos músculos tenían un color violáceo, el rostro era una masa sanguinolenta con barbas sucias y crecidas, no se podía distinguir bien los ojos de ninguno de los dos, las narices rotas y dobladas hacía un costado, y lo más impactante era la cabeza de uno de ellos: en la parte del parietal derecho estaba hundido como un coco una parte y la otra levantada.
-Es todo tuyo –le dijo el policía al fotógrafo, que había quedado paralizado ante semejante cuadro.
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El hecho de que uno de los linyeras llegara agonizando a Presidencia Roque Portillo, y el médico que lo atendió se negara a firmar un acta de defunción falsa, y elaborara un pormenorizado informe del cuerpo del infortunado y lo elevara a la justicia para que se investigue, logró que se hiciera un mínimo de justicia, porque de la central de policía mandaron la orden de que se investigue a fondo “caiga quien caiga”. Detuvieron a dos de los jóvenes más pobres del grupo que también se hacían llamar “Hijos del Pueblo”, y con una celeridad pocas veces vista se auto incriminaron de la tortura y muerte de los linyeras: firmaron declaraciones donde decían que ellos dos los mataron y que los otros tres (¡Oh, casualidad los hijos de los “dueños” del pueblo!) no habían tenido ninguna participación. Los dos fueron condenados solamente a cuatro años de prisión, gracias a que los defendieron los mejores abogados de la zona a pesar que eran de familias muy humildes. Nunca el pueblo supo cómo hicieron para pagarles los servicios.
Pasaron menos de cuatro años y la humilde familia de uno de los condenados recibió la buena noticia de que el hijo salía en libertad a las 10 de la mañana del lunes próximo.
Los parientes acudieron alborozados, llenos de felicidad y alegría a la cárcel de Roque Portillo. Apenas salió, se le abalanzaron en medio de gritos, risas, y llantos, festejaban la tan ansiada libertad, no lo podían creer, lo besaban, lo tocaban, todo era alegría.
-Hijo, tenemos una agradable sorpresa para vos -le dijo la madre llena de felicidad.
-¿Que es, madre? -interrogó el hijo.
-Es una sorpresa que te está esperando a la vuelta de la esquina, pero tienes que cerrar los ojos -le contestó.
Rápidamente uno de los familiares le tapó la visión con las dos manos y lo llevaron caminando treinta metros hasta la esquina. Cuando llegaron le sacaron las manos de los ojos mientras todos gritaban al unísono:
-¡Soooorpreeeesa! No podía creer lo que veía: era un auto cero kilómetro importado, mientras un tío le balanceaba las llaves frente a sus ojos.
-¿Esto es mío? balbuceó.
-Sí, te lo regalaron tres amigos por el favor que les hiciste hace casi cuatro años –le contestó un familiar que en todo momento estuvo al lado de él.
El liberado sonrió. Con el puño derecho se pegó en la palma de su mano izquierda y dando saltos de alegría dijo:
-¡La puta madre, realmente valió la pena!

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